Thursday, September 22, 2011

Fatherhood and the Prodigal Son


La paternidad y el hijo pródigo
por Michael D. O’Brien

Todos tenemos en cierta medida una imagen trágicamente deformada de quiénes somos. Esta tendencia de la naturaleza humana nunca ha sido tan pronunciada como en nuestros tiempos, cuando somos bombardeados continuamente con falsos mensajes acerca del sentido de la vida humana, el valor de la persona humana y su destino último. A cada momento nos vemos saturados de anti-palabras, palabras falsas. En Jesús hemos recibido la verdadera Palabra hecha carne, que nos muestra lo que en verdad somos y nos indica el camino para llegar a ser lo que estamos destinados a ser. Él hace esto no sólo a través de sus enseñanzas, sino también con el testimonio de su vida. En Cristo, Dios desnuda su corazón en la vulnerabilidad total de ser plenamente humano, hasta el punto de permitir que lo crucifiquen.
Fue un hombre de dolores, familiarizado con el sufrimiento, como dice el profeta Isaías. Conoció la alegría, pero aceptó el sufrimiento en nuestro estado en la vida. Lo aceptó porque sabía que en el paso por el ojo de la aguja hay un gran secreto que está esperando ser descubierto. El “secreto” invaluable es que al otro lado del ojo de la aguja hay un reino vastísimo y hermoso, un reino infinito en el que la belleza de Dios Padre siempre está creando más y más belleza, más y más amor. Y hasta en este mundo, nosotros, creados a imagen y semejanza de Dios, podemos reflejar esto. Como él, debemos atravesar el ojo de la aguja y, siguiendo su ejemplo, pasar por la cruz. Para la mayoría de nosotros esto es un camino que dura toda la vida, con muchas pruebas y errores, e incluso algunos senderos equivocados. Sin embargo, por ser Cristo quien es, porque es el Amor, siempre nos lleva de vuelta al camino que nos conducirá al Padre.

Parábolas del Padre
A lo largo de los Evangelios hay una cantidad de parábolas y enseñanzas metafóricas en las que Jesús nos habla del amor del Padre. Estamos muy familiarizados con la parábola del hijo pródigo. Comprendemos que trata sobre el perdón y sobre ser rehabilitados, sobre recibir la oportunidad de un nuevo comienzo. Pero en ella hay sentidos más profundos que a menudo no son explorados. Desde luego que Jesús quiere que consideremos los sentidos más obvios de la historia, pero también quiere que vayamos más profundo, para conocer mejor a nuestro Padre celestial.
Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde.” Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. Él hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre! Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: ‘Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros’.” Entonces partió y volvió a la casa de su padre.
Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente. Corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: “Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus servidores: “Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan al ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado.” Y comenzó la fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué significaba eso. Él le respondió: “Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar al ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo.” El hijo se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: “Hace tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado sus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!”.
Pero el padre le dijo: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida. Estaba perdido y ha sido encontrado."
(Lucas 15, 11-32)
Es posible extraer muchas enseñanzas de esta historia, aunque parece engañosamente simple. Tenemos ante nosotros tres personajes distintos: un padre y sus dos hijos. Obviamente, el hijo mayor es un joven justo, bueno, responsable y leal. Ha hecho todo correctamente. ¿Qué nos está diciendo Jesús aquí? Nos está mostrando, entre otras cosas, que el hijo mayor, a su manera, una manera oculta a sus propios ojos, también es un hijo pródigo. Escuchemos las palabras que usa el Señor al construir la historia. El hijo mayor reprocha a su padre diciendo: “ese hijo tuyo”, y el padre lo corrige, diciendo: “tu hermano". El hijo mayor de alguna forma ha rechazado a su hermano. Lo desprecia. No sólo desprecia su pecado, toda su persona es objeto de su desprecio. El padre, con delicadeza, le recuerda que él y su hermano están conectados por algo que va más allá de la sangre, más allá de un contrato social o su pertenencia a un clan o familia. Le pide al hijo mayor que vea que sus almas están unidas de una manera indefinible pero real, se pertenecen el uno al otro.
El orgullo, el pecado que está en la base de todo pecado, está muy presente en el hermano mayor, aunque él mismo no lo reconoce. Él cree que el universo está construido únicamente sobre la base de la justicia, una especie de estructura rígida en la que si obedeces todas las reglas, recibirás todas las recompensas. Él cree que este principio (para el cual ha trabajo y sacrificado mucho) ha sido traicionado por la compasión de su padre. Es interesante notar que el hijo pródigo no apela a la justicia. Simplemente se arroja en los brazos de su padre, sabiendo bien que no merece nada. En contraste con ello, el hijo mayor da a entender que él merece todo.
En otras partes de los Evangelios, Jesús enseña con gran firmeza que es necesario obedecer la ley y habla de la naturaleza mortal del pecado y el error. Sin embargo, en parábolas como la del hijo pródigo o la del buen pastor, él señala que la misericordia es un componente necesario de la justicia, tal como la justicia es necesaria para la misericordia. Ninguna de las dos funciona bien sin la otra. Sin misericordia, es difícil, si no imposible, que los hombres puedan ser restaurados para vivir una vida justa. Sin justicia, la misericordia humana se disuelve fácilmente convirtiéndose en sentimentalismo y falsa compasión, lo que lleva al pecado y el error.

Una revelación en el extranjero
Viajando por Rusia, hace unos años, visité la ciudad de San Petersburgo, y allí pasé una tarde en el antiguo palacio de invierno de los zares, que ahora es un museo llamado Hermitage. Contiene más de tres millones de obras de arte. Como artista, pronto me sentí abrumado por las bellísimas obras de arte de todas las épocas, y empecé a deambular por el Hermitage en una especie de trance, sobrecogido mental y emocionalmente. Sin saber adónde me dirigía, subí por una magnífica escalinata de mármol hacia otra ala del museo.
Allí entré en una enorme galería, vagamente consciente de que contenía arte holandés y flamenco de los siglos diecisiete y dieciocho. Al atravesar la entrada, miré hacia arriba y de pronto me encontré frente a la famosa pintura de Rembrandt El regreso del hijo pródigo.
Déjenme describirla para aquellos que no hayan visto reproducciones: Es una pintura enorme, las figuras en ella son de tamaño real. El artista ha retratado a los tres personajes principales de la parábola. El padre es la imagen central. Es un hombre anciano, pequeño y marchito, representado en el preciso instante en que el hijo se ha arrojado a sus brazos. El hijo está de rodillas, vestido con harapos, cubierto de suciedad, enfermo. Sus zapatos están rotos y se caen de sus pies. Es un verdadero desastre, un inútil de la peor calaña. Ha perdido todo, no tiene derecho a nada, ha quedado reducido a la pobreza absoluta de nuestra condición humana. Es un pecador. No sólo es un pecador, es un pecador estúpido. Lo único que le queda son esos brazos que lo rodean. La vergüenza hace que el hijo oculte su rostro. Sus ojos están cerrados, porque no se atreve a mirar a su padre a la cara. El padre se inclina sobre él, observándolo, con sus dos manos sobre la espalda de su hijo, envolviéndolo, acercándolo con gran ternura. Y en ese viejo rostro podemos ver no sólo piedad (al fin y al cabo, la piedad no es tan difícil de hallar en nuestros corazones), sino algo más profundo que la piedad. Una especie de misericordia mística y santa.
Debemos hacer una distinción entre misericordia y piedad. Es como si el padre estuviera viendo a través de las dimensiones del tiempo, y viera al niño que una vez tuvo en sus brazos, no tantos años antes. Ve también al joven saludable que salió al mundo con todas sus expectativas, todos sus recursos, toda su fuerza, y ahora ha regresado golpeado y humillado. El artista intenta lograr que comprendamos el gran corazón de este padre humano, y por medio de él mostrarnos un pequeño atisbo del gran corazón que tiene nuestro Padre del Cielo. El padre del hijo pródigo ve profundamente a través de las capas que han dejado los errores de su hijo, ve en lo más hondo quién es en realidad este hijo ante los ojos de Dios. También ve al hombre que el Padre quiso que fuera desde el comienzo, la identidad que perdió por sus malas decisiones. Pero el verdadero padre no olvida, y Dios no olvida. Él ve a qué está llamado su hijo. Él cree en la imagen de Dios que está dentro de la degradada imagen del hijo, aunque el hijo todavía no crea en ella, aunque todavía no se conozca a sí mismo.
Es interesante notar que, en el Evangelio, justo antes de la parábola del hijo pródigo se encuentran las parábolas de la oveja perdida y la dracma perdida. En este contexto podemos ver que Jesús está enfatizando una y otra vez el amor del Padre. En las tres historias el Padre busca lo que está perdido. En la parábola del hijo pródigo hay una variación, porque el padre no sale a buscarlo, sino que espera hasta que el hijo se decide a regresar a casa. Debemos recordar que el padre ha estado buscándolo constantemente en su corazón, lo que se revela en la forma en que corre a su encuentro antes de que llegue, dándole la bienvenida de todo corazón. La búsqueda del padre también se revela en una bienvenida espiritual más misteriosa, en la forma en que el padre busca la imagen de Dios en su hijo, y la encuentra mucho antes de que el hijo sea capaz de tomar conciencia de ello.

Desperdiciando nuestra herencia
¿Cómo puede el hijo creer que no es despreciable? El padre debe creerlo por él. Le muestra la verdad al ofrecerle su misericordia incondicional, brindándole de ese modo la fe y la esperanza que son necesarios para que él pueda dejar atrás sus errores. El hijo pródigo ha desperdiciado su herencia. ¡Qué fácil es juzgarlo con severidad, decirnos a nosotros mismos: “Gracias a Dios que no somos así”! ¿Pero no desperdiciamos todos nuestra herencia? Todos desperdiciamos nuestra herencia de gracia, y no porque elijamos voluntariamente salir a sumergirnos en la corrupción como el hijo pródigo (aunque algunos lo hacemos). Gran parte de nuestro hábito de desperdiciar la gracia se da porque no sabemos quiénes somos ante los ojos de Dios. En realidad no creemos lo que nos dice cuando nos explica quiénes somos y quién es él. Por supuesto, aceptamos las abstracciones teológicas, reconocemos hasta cierto punto la verdad de lo que Jesús nos dice, pero no es algo que esté encendido en nuestros corazones. Permanece latente en nuestras mentes, y cuando lo consideramos quizá nos decimos a nosotros mismos que es una verdad maravillosa, y que es genial tener un Dios tan bueno. Pero raramente –si es que alguna vez ocurre–, nos lleva a arrojarnos a los brazos de Dios. Nos esforzamos mucho para evitar volvernos tan débiles como un niño que necesita desesperadamente la misericordia de su padre. Nos volvemos débiles como un niño cuando la vida nos lleva a encontrarnos con el fracaso físico, emocional o material en las pruebas ordinarias y extraordinarias de la existencia.
Las pruebas de la vida nunca son más intensas que cuando tenemos que criar hijos en un momento histórico como el nuestro. Juan Pablo II a menudo nos recordaba que vivimos en lo que él llamaba “la cultura de la muerte”. Y es exactamente eso: una cultura que recompensa las actividades mortales y castiga a la vida en prácticamente cada oportunidad. Quisiera contarles dos historias que se aplican a esta cultura, y que podrían arrojar algo de luz sobre el modo en que la misericordia y la debilidad pueden enseñarnos cómo construir una civilización de amor.

¡De aquí en más sólo podemos mejorar!
Cuando mi esposa y yo nos casamos fue en un momento en que ambos habíamos llegado a la conclusión de que Dios me estaba pidiendo que fuera un artista cristiano, una tarea más bien intimidante en aquella época. No teníamos muchos recursos, no éramos ricos, nuestras familias no tenían dinero. Sabíamos que esto requeriría mucho sacrificio, con grandes probabilidades de fracasar. La decisión fue el resultado de mucha oración y discusión, y finalmente habíamos llegado a un acuerdo: decidimos que arriesgaríamos nuestras vidas respondiendo a la llamada de Dios. Como resultado, durante los siguientes veinticinco años vivimos un estilo de vida al que hubiéramos preferido no acostumbrarnos. No me atrevo a usar la palabra pobreza en un mundo en el que tantas personas sufren verdadera pobreza, tanta que no llegan a satisfacer sus necesidades básicas. Pero en nuestra sociedad, mi esposa y yo hemos vivido prácticamente en el nivel más bajo. ¡De allí en más sólo podíamos mejorar! Todavía compramos en tiendas de segunda mano, manejamos autos viejos y a menudo recibimos la ayuda de nuestros amigos y vecinos, sin la cual no podríamos seguir adelante. No estoy aquí para quejarme de ello, sino para hablar sobre lo que esto me ha enseñado, para decir que ahora valoro esta pobreza como el mayor tesoro de mi vida después de la fe, mi esposa y mis hijos.
La pobreza es algo que aterroriza al hombre moderno innecesariamente. Somos una sociedad obsesionada con la seguridad, y creo que es una obsesión extraña si consideramos que, después de todo, todos los intentos de tener seguridad están destinados a fracasar, para todos. Todas las comodidades y seguridades humanas son dilaciones pasajeras en la confrontación con la pobreza de nuestra existencia humana. Todos somos pobres. No estoy diciendo que las hipotecas sean malas, o que debamos salir a vender nuestros autos y vivir en las calles. Lo que quiero decir, de una forma u otra, es que Dios permite que experimentemos nuestra pobreza de alguna manera.
Recuerdo especialmente los años cuando nacieron nuestros dos primeros hijos, nuestros dos hijos mayores. Fueron años muy duros. Yo vendía una pintura cada tanto, pero no tan seguido. Trabajaba muchas horas, generalmente seis días por semana, pero durante esos años no había respuesta (en cuanto a ventas) de la comunidad secular y muy poca respuesta de la comunidad cristiana, que por casi doscientos años había caído en el hábito de no prestar atención al arte sacro. Aun así, siempre teníamos el ingreso justo para vivir en forma muy simple, para alimentarnos, pagar la renta de nuestro pequeño apartamento, adquirir pasajes de ómnibus y comprar las cosas que los niños necesitaban en la Sociedad San Vicente de Paul. Por favor, no me malinterpreten. No menciono esto ni para quejarme ni para jactarme de ello. Aunque la pobreza a veces puede ser heroica, suele ser una experiencia degradante para la mayoría de la gente. El verdadero heroísmo de la pobreza no está en los detalles externos, sino en la disposición interna del corazón, un corazón que confía en Dios y ama en medio de las privaciones físicas. La verdad es que yo no era ningún héroe. Mi fe era puesta a prueba a menudo, sentía la tentación del desaliento con frecuencia. Estaba enojado con lo que la cultura secular le había hecho a la vida de nuestra comunidad católica, con el estado de constante insuficiencia y debilidad en el que me encontraba, y que mi familia sufría por mi culpa. Y sin embargo, a pesar de todas las dificultades, con los años esta pobreza empezó a enseñarme algunas lecciones muy difíciles y muy valiosas.
Como un año después del nacimiento de nuestro segundo hijo, un tío me dio un auto viejo y desvencijado. Fue nuestro primer auto, y un gran tesoro para nosotros. Pero los primeros años de crianza de dos niños habían sido agotadores. Los dos habían sufrido cólicos, lo que significó que estuvimos meses sin dormir bien, porque el bebé gritaba durante horas, generalmente a esas horas de la noche en que necesitábamos desesperadamente un poco de descanso. Aquellos que hayan pasado por esto sabrán el efecto que puede tener sobre las emociones y el pensamiento. Esto sucedía no sólo en un momento de pobreza material, sino también de graves problemas de salud para mí y mi esposa. Teníamos mucha fe. Fe en la mente y a veces hasta fe en el corazón. Rezábamos, éramos católicos fieles. Pero en el centro del corazón había una protesta no reconocida contra estas pruebas. ¿Por qué nos pasaba a nosotros? ¿Adónde se había ido nuestra alegría? ¿Por qué éramos tan débiles?
La debilidad nos estaba forzando a enfrentar nuestros temores más profundos, el temor al abandono, el temor a la insuficiencia, y el temor más terrible de todos: el temor a que quizá Dios no estuviera cuidándonos, a que quizá no fuera lo que él había dicho que era, un padre. Me atrevería a decir que en el centro de todo corazón está presente ese miedo. Hasta que enfrentamos esa duda fundamental, la luz de Cristo no podía sanarla. La naturaleza humana construye un muro de protección alrededor de los pequeños rincones de temor que hay dentro de nosotros. Tenemos toda clase de recursos para ello, el dinero es el más obvio de todos. Podemos hacer nuestra vida más cómoda y engañarnos. Podemos distraernos y entretenernos muy exitosamente en esta sociedad, llenar toda una vida con esas cosas. Podemos llegar hasta el punto de sacar a los niños de nuestras vidas porque, al fin y al cabo, las exigencias de criar niños en una cultura anti-niños, sumadas al desorden que provocan, a sus necesidades y ruidos, tienden a socavar los muros de protección. Pero todas esas defensas no son más que mecanismos dilatorios.
Mi esposa y yo nos mantuvimos totalmente abiertos a la vida, no sucumbimos a la tentación de la anticoncepción. Pero nos sentíamos aplastados casi hasta el punto del desaliento. Un día yo estaba exhausto, enfermo y debilitado. Me acosaban las cuentas impagas, muchas deudas y el fantasma de haber demostrado ser un completo fracaso. Con el propósito de escapar de mí mismo, salí a dar una vuelta en el viejo auto que mi tío me había dado, llevando conmigo a nuestro pequeño hijo de un año, Joseph. Lo puse en el asiento del auto, a mi lado, y conduje por las calles de la ciudad sin ninguna dirección en particular, luchando con mi mente durante todo el camino. Una vez más habíamos agotado todos los recursos en todos los niveles. Sólo quedaba la fe, e incluso eso parecía cada vez más cuestionado. Dios nos había cuidado hasta ahora, pero ¿qué sucedería si no nos cuidaba mañana?
No se me ocurrió pensar en ese momento que ésa era la misma pregunta que se habían hecho los israelitas en el desierto, cuando pasaron de la tierra de la esclavitud a la Tierra Prometida. Allí, en el desierto, Dios les había dado el maná en cantidades sólo suficientes para cada día. Pero ellos querían más. ¿Por qué? Porque es mucho más fácil no tener que confiar en cada paso del camino, es mucho más difícil enfrentar la prueba de la dependencia total de Dios cada día. Yo quería llegar a la Tierra Prometida rápido, o (en mis peores momentos) regresar a Egipto donde, si bien las cosas no eran tan libres, al menos había certezas. ¿Acaso esas certezas no eran una especie de seguridad? Gimiendo y llorando silenciosamente para no escandalizar a mi hijo, sentí mucho enojo por lo que nos había tocado en la vida. Mientras conducía, hablaba con Dios en mi mente, gritándole: “¿Por qué es tan difícil? Amo a mi esposa, ella me ama, y tenemos un matrimonio maravilloso. Pero todo lo demás se hace cada vez más difícil, año tras año. ¿Cómo va a terminar esto? Intento servirte. No me guardo nada. ¿Por qué no salen bien las cosas? ¿Acaso entendí mal? ¿Cometí un error? Quizá me engañé a mí mismo. ¡Quizá estoy loco!
La angustia brotaba de esta herida abierta, esta desconfianza de la paternidad de Dios que tenía oculta en lo más profundo de mi ser. En ese estado de perturbación pasé sin frenar una señal de alto. Peor aún, tuve que clavar los frenos, porque justo en la intersección había un auto de policía, y adentro había un oficial que me estaba mirando. Mi parachoques se detuvo a 30 centímetros de la puerta de su auto.
“¡Maravilloso!” gemí. “Un final perfecto para un día perfecto, y una vida perfecta.” Lleno de autocompasión, pasaron rápidamente por mi mente todas esas preguntas tan familiares: “¿Por qué esto no le pasa a la gente que viola todas las reglas? ¿Por qué le pasa esto a gente como yo, que intenta hacer las cosas bien? ¿Por qué las cosas malas le suceden a la gente buena?”
¿Notan la suposición que hay detrás de esas preguntas? ¿Ustedes oyen lo que me estaba diciendo a mí mismo? Soy una buena persona. Yo respeto todas las reglas. ¡No me merezco esto!
El policía se bajó de su auto, avanzó lentamente y me observó con las cejas levantadas, sacudiendo la cabeza con asombro.
“Oficial…” murmuré, “Oficial, yo… Yo… Yo...”
No dijo nada. Miró mi rostro desalentado, miró a mi hijo que estaba cubierto de sarpullidos, miró el estado del auto, y supongo que sintió una oleada de simple piedad humana.
“Yo… No vi la señal de alto,” tartamudeé.
“¿Vio mi auto?" preguntó.
“Lamento no haberlo visto,” sacudí la cabeza tristemente.
Luego, con una extraña sonrisita me dijo: “Creo que será mejor que se vaya a su casa, señor, y que tome una taza de café.”
Milagrosamente, me dejó ir sin hacerme una multa. Dios lo bendiga. No hubiéramos podido pagar esa multa. Pero recuerdo que estaba conduciendo, volviendo a mi casa, y ni siquiera estaba agradecido por haber recibido un indulto. No, sólo agregué este episodio cercano al desastre a todas las acusaciones que había acumulado contra Dios. “¡No hago más que servirte y las cosas empeoran y se hacen cada vez más difíciles!” pensaba.
Conduje por nuestra calle, estacioné frente a nuestro apartamento, y me senté allí a mirar a través del parabrisas, furioso. Luego ocurrió algo muy extraño. Y sé que lo que pasó está más allá de cualquier cosa que mi mente pueda haber inventado con semejante estado de ánimo. De pronto sentí un rayo de luz y dulzura tan poderoso y tangible, que me pregunté qué me estaba pasando. Me sorprendió mucho. Me golpeó en la mejilla derecha, venía del asiento del pasajero. Miré a mi pequeño hijo, a quien creía dormido, y vi que había girado en su asiento y me estaba mirando con los ojos muy abiertos y una sonrisa maravillosa. ¿Cómo puedo describir esto? Éstos son términos penosamente inadecuados para algo indescriptible, pero sólo puedo decir que él me estaba enviando un rayo o un río de amor. El pequeño no tenía idea de lo que estaba pasando en nuestras vidas. Sólo estaba allí sentado, siendo él mismo. Simplemente amaba a su padre. Esto fue para mí una revelación de los poderes del alma humana, de la realidad del poder del amor. No era sólo hablar del amor, no eran las palabras “te amo”. Pero el amor es una fuerza espiritual en bruto. Los niños son muy buenos para esto. (¡Por supuesto, cinco minutos después te vomitan encima!).

El niño en una jaula
Mi segunda historia se conecta con la primera. Antes de casarme trabajé como voluntario en un enorme hospital para discapacitados mentales. Esta institución era gigantesca, tan grande que tenía kilómetros de pabellones. Había más de 5.000 residentes –pacientes o internados–, no sé bien cuál de los dos términos es el más adecuado. Entre el personal había gente muy dedicada, pero muchos otros trabajaban allí sólo para ganar su dinero, y no querían a los pacientes. De hecho, algunos eran duros y desconsiderados como parte de su rutina de trabajo. La institución era un gran contenedor de desperdicios que recibía a los niños y adultos con los que la sociedad no sabía qué hacer. Desde luego, algunos de ellos eran personas que no hubieran podido ser criadas en una familia porque sufrían problemas físicos y mentales muy severos. Padres desolados no tenían otra opción más que entregarlos a esta institución o a otras similares de todo el país. En aquella época, hace treinta y cinco años, no había mucha creatividad para buscar maneras de integrar a los discapacitados en la familia y la sociedad. Los hogares L’Arche de Jean Vanier recién empezaban a aparecer, y la situación estaba dominada por el viejo sistema de crear enormes cajas para ubicar a aquellos que no entraban en las categorías normales.
Como la mayoría de los pacientes nunca recibían visitantes, los voluntarios eran muy valorados. Yo era voluntario en uno de los pabellones de jóvenes levemente discapacitados. Una y otra vez, cuando iba allí, quedaba impactado por los poderes del corazón. Eran personas en quienes las potencias intelectuales estaban muy reducidas, y sin embargo eran completamente humanas. La imagen y semejanza de Dios estaba intacta en ellos. Los discapacitados mentales tienen un gran don para dar amor y una gran necesidad de recibirlo. Este don y esta necesidad no están encerrados dentro de ellos, a la manera de los seres humanos más "avanzados" que se protegen de esa manera. Ellos no tienen malicia. Sus corazones están expuestos, son pobres. No son seres humanos exitosos, poderosos, y nunca podrán serlo. Son pequeños. El mundo llega hasta el extremo de afirmar que son inútiles. Si bien es cierto que son sólo mínimamente productivos en un sentido comercial, están entre los mejores obsequios que Dios nos hace. Tenemos mucho para aprender de ellos, porque viven cada día lo que el Señor nos pide a todos. ¿Y cómo lo hacen? ¿Cómo lo logran? Lo logran por medio de la pobreza, la debilidad, la impotencia. No los estoy idealizando. Hay discapacitados mentales en alguna rama de mi familia, y en las de mis amigos, y sé que su situación en ocasiones exige esfuerzos y una gran paciencia. Pero en ellos hay una libertad invaluable que las personas normales raramente tenemos.
Un día, había voluntarios extras en el pabellón en el que yo trabajaba, y uno de los miembros del personal me preguntó si estaba dispuesto a visitar un pabellón al que nadie quería ir. ¿Podía ir a hablar con algunos de los pacientes? Acepté, y mientras caminábamos por el laberinto del hospital, le pregunté: “¿Qué clase de gente hay en ese pabellón?” Sólo dijo: “Dejaré que tú mismo lo veas.” Llegamos a un ala remota de la institución y entramos en una pequeña sala que tenía doce cunas de acero inoxidable con barandas. El pabellón, como todos los demás en el edificio, era apagado y sin vida. No había adornos ni juguetes, no había visitantes que hablaran a los que estaban en las cunas, no había juegos ni canciones. Parecía un lugar muy estéril. Cuando el empleado se marchó, dejándome solo, mire dentro de la cuna más cercana. Cuando vi lo que había adentro, mi corazón dio un salto y empezó a golpear dentro de mi pecho.
Era mi primera experiencia con un ser humano severamente deforme. Era el pabellón de los niños “hidrocefálicos”, un término que hace alusión a una dolencia por la cual se acumula agua sobre la superficie del cerebro, expandiendo el cráneo hasta que toma un tamaño desproporcionado. La tecnología médica moderna prácticamente ha eliminado esta enfermedad con nuevos procedimientos, pero en los viejos tiempos el método para drenar los excesos de agua dentro del cráneo todavía no habían sido perfeccionados. Por consiguiente, había niños que sufrían lo que por entonces se llamaba “agua sobre el cerebro”. A medida que el cráneo se expandía a causa de la presión del agua, sus cabezas crecían hasta dos o tres veces el tamaño normal para un ser humano. Y como no podían correr o ejercitar sus extremidades como los niños normales, sus cuerpos generalmente también estaban subdesarrollados.
Dentro de la cuna había un niño acostado con los brazos extendidos. Tenía los ojos bien abiertos. Su cuerpo media menos de un metro de largo y su cabeza tenía el doble del tamaño de una cabeza normal. Sin embargo, cuando me concentré en su rostro, vi que era un rostro muy hermoso, que me miraba con ojos llenos vida. Era una persona que existía en un estado limitado a la pura existencia. En ese momento yo no sabía si los niños hidrocefálicos también eran discapacitados mentales. De hecho, algunos lo eran y otros no. Extendí mi mano dentro de la cuna en un intento de establecer un contacto humano. Al hacerlo, una pequeña sonrisa apareció en el rostro del niño. Más tarde supe que en realidad tenía veintitrés años, y había pasado toda su vida en esa jaula de acero inoxidable. A pesar de ello, tenía el rostro y el espíritu de un niño. Sin esperar una respuesta, le dije: “Hola.”
Allí estaba yo. Con buenas intenciones pero lleno de prejuicios, intentando comunicarme a través de lo que por entonces consideraba que era el único medio de comunicación, las palabras, intentando construir un puente de palabrería. Todavía no había aprendido a usar el silencio. Todavía no lo he aprendido muy bien, pero en aquellos días ni siquiera había empezado a percibir el valor del silencio. Empecé a hablarle y él simplemente sonrió, mirándome en un estado de perfecta serenidad, hasta que mis palabras se empezaron a extinguir. Y luego nuestra comunicación se convirtió en una simple observación mutua, dos almas contemplándose la una a la otra. Fue quizá un momento de pura contemplación del ser. Estoy seguro de que los filósofos tienen una palabra para designarla. Para mí, fue un momento de iluminación total, un despertar a la misteriosa belleza del ser. La inexpresable belleza de un alma humana –de todas las almas humanas–, sin importar cuán deformadas estén. Santo Tomás de Aquino dice que el valor de un alma humana excede el valor de todo el universo material. Un alma humana. ¿Qué tan a menudo contemplamos la vida con esa conciencia?
Después de un rato, el niño en la jaula rodeó mi dedo índice con sus deditos y se quedó aferrado. Me aferraba más que nada con sus ojos, aunque no era una mirada posesiva o demandante. Era una mirada tan perfectamente libre, que yo mismo me sentí perfectamente libre. Entregaba su alma tan perfectamente, que me estaba enseñando a responder de la misma manera. De sus ojos brotó el mismo rayo de amor que años más tarde sentiría proveniente de mi propio hijo, el poder del amor, el poder de lo eterno dentro de nuestra fragilidad mortal.
Quiero repetir esto, corriendo el riesgo de decirlo demasiado. El amor es un poder sagrado del alma. El amor nunca posee, el amor nunca fuerza, manipula o controla, porque para que el amor crezca es preciso que haya entre dos almas una entrega mutua del propio ser. Este misterio es sacramentalizado en el matrimonio, pero se aplica a todas las formas genuinas de amor. Cuando el rayo de amor penetró mi corazón, no quedé transformado instantáneamente, pero en ese momento comenzó un largo proceso de transformación. Yo, que me considero tan rico en cualidades humanas, vi que él, que era tan pobre, era más rico que yo. Al tomar conciencia de esto quedé sin palabras, porque daba por tierra con los falsos valores de nuestro mundo y con mi propio adoctrinamiento con esos valores.
Luego sucedió algo más. Me volvió a sonreír y habló. Simplemente dijo: “Te quiero.”

La paternidad y el amor
El amor es comunicado de muchas formas distintas, en muchos “lenguajes” distintos, no todos ellos hablados. Cuando ese amor es vivido dentro del orden divino de la intención original del Padre (tal como está escrito en la ley natural y en la vida cristiana consagrada) nada puede destruirlo. Las escrituras dicen que el amor es más poderoso que la muerte. En nuestra sociedad, sin embargo, no hay una palabra de la que se haya abusado más que de la palabra “amor”. Al decir amor no me refiero a la sentimentalidad ni a los arrebatos emocionales. Me refiero a la corriente más profunda del amor, que se halla debajo de las oleadas superficiales de las emociones, en el centro de nuestro ser, donde tomamos una decisión. Allí elegimos dar nuestras vidas, entregar nuestras vidas por los demás. Esto siempre requiere de nosotros la disposición a cargar cruces, a soportar la debilidad humana, a chocar con nuestra insuficiencia como seres humanos día tras día. Si no huimos de esto, si no buscamos las escotillas para escapar, las salidas fáciles, los paliativos o drogas que eliminan el dolor, si permitimos que Cristo haga en nosotros lo que planea hacer, entonces llegaremos a conocerlo de una manera que la mente sola no puede lograr. Nuestros corazones se abrirán, de manera que el corazón más profundo pueda aparecer.
Somos misterios para nosotros mismos. Sólo llegamos a saber quiénes somos a través de la mirada de Dios. Él sabe quiénes somos desde el comienzo. Él sabe quiénes estamos llamados a ser. Estuve presente en los nacimientos de cada uno de nuestros seis hijos, y cuando cada uno salió del vientre materno, sentí una exaltación espontánea del corazón y el alma, con lágrimas y risas. Fue un momento de alegría extraordinaria y profunda reverencia ante un gran misterio. ¿Quién es este niño? ¿Quién es este ser que entra en nuestras vidas? Mi esposa y yo lo hemos hecho y es parte de nosotros, y sin embargo no es nuestro, también viene de Dios.
Cada niño es un misterio que nunca antes ha sido visto, que nunca será repetido. Pero Dios sabe quién es este niño. Cada uno tiene su misión, su missio, como la llama la Iglesia. ¿Cómo debo criarlo para que descubra y cumpla con su rol en el mundo? ¿Criaremos a nuestros hijos perfectamente? No. Nuestra tarea es estar dispuestos a aprender. El camino de la verdadera paternidad es un largo aprendizaje, basado en todo lo que Jesús nos muestra sobre la Paternidad de Dios. El propósito de la paternidad no es lograr que todo quede resuelto y perfecto de modo que ya no necesitemos pensar en ello. No, la paternidad es vivir como los israelitas cuando pasaron de la tierra de la esclavitud a la tierra de la libertad –la tierra prometida del corazón–, confiando en que habría suficiente maná cada día.
Al confrontar mis propias limitaciones humanas como padre, mis faltas, mis pecados, mi insuficiencia y debilidad, he aprendido que Dios no quiere que yo drogue el dolor de mi pobreza con una sobredosis de placeres y distracciones. No quiere que me escape. Quiere que atraviese esto con amor, transformando todo a mi paso, por su poder. Por lo tanto, esa misma debilidad que encuentro tan difícil de aceptar es uno de los grandes dones que él me da, porque debo recurrir a él todos los días, a veces todas las horas, pidiéndole sabiduría, paz, misericordia, perdón. En términos prácticos, encuentro que es de gran ayuda desarrollar el hábito de visitar al Santísimo Sacramento con frecuencia, ir a misa tan seguido como sea posible, confesarnos con regularidad. Durante la comunión especialmente rezo para convertirme en un padre como él, porque en ese momento su gran Corazón está dentro de mí físicamente, en su humanidad y divinidad. El amor perfecto está totalmente presente. Durante esos breves momentos nuestro Dios está dentro de nosotros y nosotros dentro de él. ¿Quién puede explicar esa asombrosa realidad? Ciertamente no los científicos. Pero es real. Es la cosa más real en todo el universo.
Exponer tu corazón a su Corazón eternamente expuesto y entregado abre las compuertas de la gracia. A los padres nos enseñan desde que nacemos a mantener nuestros corazones bien protegidos, a llevar nuestras cargas, a ser duros, a ser fuertes de una manera estoica. Es cierto que debemos asumir la responsabilidad por la vida si queremos ser buenos padres y esposos. Pero si somos buenos padres y esposos, tarde o temprano se nos acaban los recursos, y es precisamente en ese momento cuando podemos alcanzar un nuevo nivel de comprensión. Ésa es la verdadera “debilidad” en Cristo, que es la mayor fuerza que podamos tener. Sin embargo no podemos hacerlo solos. Todos los días hago una visita al Santísimo Sacramento y digo: “Padre, necesito tu gracia para amar.” Y luego menciono las cosas específicas con las que nuestra familia tiene que lidiar en ese momento. En esta etapa de nuestra vida a menudo se relaciona con los adolescentes de nuestra familia y, desde luego, la permanente insuficiencia material en la forma de vida de nuestra familia. “Señor, hoy concédeme sabiduría y paciencia, concédeme la gracia de resistir la tentación, ayúdame a lidiar con mi enojo, con mi confusión, con mis deseos de tener una vida libre de sufrimientos. Querido Jesús, te abro mi corazón. Mira este temor que hay en mí. Extiende tu mano sobre este temor. Llena este pequeño rincón oscuro con tu luz y con tu amor.”
No hay nada como el miedo para cerrarle el paso al amor. El pecado hace lo mismo, pero también lo hace la ansiedad. Vivimos en una época saturada y perseguida por el miedo. ¿Cómo podemos aprender a confiar en un ambiente así? Reconociendo nuestro temor como lo que es y confrontándolo. ¿No es ésa la definición del coraje? ¿Cómo podemos crecer en el coraje si no es enfrentando nuestro miedo? La buena noticia es que no necesitamos enfrentar nuestro miedo solos. Nuestro Padre nos está ayudando a enfrentarlo con él.

El corazón de un niño
Jesús nos dijo: “Si ustedes no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos.” (Mateo 18, 3) Pero ¿qué quiso decir con esto? ¿Nos estaba hablando a todos? ¿Incluso a los hombres? ¿Qué hay de la madurez, de la dignidad, de la autoridad? ¿Qué será de esas cualidades si nos “hacemos como niños”? Y aunque quisiéramos esto, ¿cómo lo hacemos?
¡Haciéndolo! Sí, aquí estamos otra vez, enfrentando nuestras naturalezas masculinas, nuestra forma principal de interactuar con el mundo: Siempre haciendo, reparando, fabricando, defendiendo, proveyendo, construyendo. El mundo de la acción exterior. Ninguna de las actividades mencionadas es mala en sí misma. De hecho, son nuestra responsabilidad y pueden ser enaltecedores actos de amor. Pero si sólo es una acción exterior, entonces no estamos viviendo la plenitud de nuestra humanidad en Cristo.
¿Cómo podemos llevar nuestra vida interior a esta condición como la de un niño? Si observamos cuidadosamente en el pasaje del Evangelio de Mateo el contexto en el que Jesús está hablando, descubrimos que está respondiendo a una pregunta de los apóstoles sobre quién es el más grande en el Reino. Jesús va más allá de su curiosidad y sus motivos egoístas para llegar al fondo del problema. Nos está diciendo que el Reino de Dios no consiste en hacer grandes cosas por Dios, ni ser reconocidos como apóstoles “exitosos”, ni ninguna de las otras formas habituales de evaluar nuestras acciones. “El Reino de Dios está dentro de ustedes.” (Lucas 17, 21). El Reino se encuentra en el centro del alma; es un estado de ser temporal, conectado a un estado de ser eterno. El “ojo de la aguja” o la “puerta angosta” se ensancha entre las dimensiones temporales y eternas del Reino cuando vivimos como un niño que mira hacia arriba, hacia el Padre, con un espíritu abierto y confiado, con nuestra pequeña “mano” firmemente aferrada a la suya, sin importar las pruebas exteriores.
¿Cómo podemos alcanzar esta condición interior? Es más, ¿cómo podemos permanecer en ella y permitir que crezca dentro de nosotros? En pocas palabras, con la práctica. ¿Y dónde podemos practicar mejor que en medio de las pruebas? A veces las pruebas surgen en forma extraña, nos toman por sorpresa, nos sobrecargan con demasiadas cosas al mismo tiempo, nos dejan paralizados con dilemas irresolubles. Algunas son creadas por nosotros mismos, otras nos son impuestas por la complejidad y el frenesí de la vida moderna. Es precisamente en esas ocasiones que debemos hacer una pausa y mirar hacia adentro por un momento (o tantos momentos como sea posible). Allí, en el interior, podemos aprender a tranquilizarnos, a estar en silencio y saber que Él es Dios. Allí también invocamos las gracias necesarias para las situaciones que enfrentamos, pidiendo a nuestro Padre el “pan” que necesitamos en ese momento. De esta manera podemos aprender a confiar más y más en Él, y menos en nuestra propia voluntad.
Durante estos breves momentos –a veces demasiado breves–, de calma interior, a mí me resulta de gran ayuda verme a mí mismo como un niño pequeño, un niño que trepa al regazo de su padre y se queda allí, con el oído pegado a su corazón. Luego se expande y se convierte en el corazón de Cristo latiendo suavemente en mi oído. En otras oportunidades me veo a mí mismo trepando al regazo de Nuestra Señora y descansando en sus brazos. Otras veces es San José. Sólo toma unos segundos, lo necesario para respirar hondo, exhalar, sentir cómo cede la tensión, “oír” los latidos de los grandes corazones. Intento descansar allí tanto tiempo como sea posible antes de ser llamado de vuelta al mundo de las acciones exteriores, entonces debo saltar de sus regazos y ocuparme de mis responsabilidades de adulto. Pero después de esos descansos, encuentro que de cierta manera ellos vienen a mí, abrazándome, tomando mi mano, incluso cuando mis manos están muy ocupadas con muchas cosas. No es algo que se haga una sola vez. Tiene que ser renovado con frecuencia, diariamente, y en mi caso a cada hora cuando las cosas se ponen difíciles.
Cuando estoy descansando de esta manera en el regazo de Nuestra Señora, a veces lloro, a veces río, pero la mayoría de las veces simplemente suspiro y me dejo estar en ese lugar de protección y consuelo total. Por favor, no me interpreten mal. No soy ningún santo, y ciertamente no soy vidente. Puedo treparme a su regazo (o dejar que ella me levante) no porque soy un santo, sino porque he aceptado la dura verdad de que soy un pecador. Y porque estoy tan necesitado de misericordia, no me engaño pensando que puedo presentarme ante la corte celestial con mi mejor traje, duchado, perfumado e irresistiblemente encantador. No, yo soy el hijo pródigo. Y en esto también podemos descubrir en qué consiste ser un niño en el centro del alma. Si soy pequeño, débil en las tentaciones, víctima de la confusión y la impotencia ante los problemas que me acosan, puedo descubrir que nuestro Padre es el padre del hijo pródigo, y que nuestra Madre es la madre del hijo pródigo. Cuando acepto que necesito misericordia, puedo recibirla. Entonces me lleno de alegría y puedo salir de nuevo a jugar como un niño en los campos del Señor, en ese mundo hermosamente creado por él, con aquellos que él me ha dado para amar.
¿Qué es esto tan misterioso que ocurre cuando nos presentamos tal como somos ante Dios y sus santos? No es una experiencia tangible, aunque sus efectos si pueden serlo. Con frecuencia, ni siquiera se percibe a nivel emocional, pero es experimentado por el espíritu. Es algo del corazón y el alma, que no necesariamente se “siente” como solemos sentir las cosas. Es inexplicable pero real. Sus frutos son reales, así que con el tiempo gradualmente he llegado a confiar en ello como en algo real. Llamémoslo gracia. Es más, preguntémonos si tales gracias no son, además de una encantadora bendición, una verdadera necesidad.
Sólo tenemos que pedir esas gracias y nos serán otorgadas. Pueden venir de otras maneras, con otras imágenes, o sin ninguna imagen. Pero nos serán otorgadas. Pueden confiar en ello. Estas gracias actúan profundamente en combinación con otras gracias, recibidas por medio de los innumerables “lenguajes” de la oración. Me resulta más fácil “trepar a sus regazos” cuando rezo frente al Santísimo Sacramento expuesto. Pero podemos hacerlo en cualquier lugar, en cualquier momento. Yo rezo el Rosario todas las noches con mi familia. A veces rezo por mi cuenta un segundo Rosario, cuando siento temor o estoy abrumado por demasiadas cargas. A menudo rezo otro con mi esposa a la noche, cuando nos estamos quedando dormidos. He aprendido que Nuestra Señora es una gran maestra de paternidad. Ella es la Madre de la “iglesia doméstica”, que es la familia. Otro título que le dio Juan Pablo II durante el Año de la Familia es “Reina de la Familia”, un título que revela uno de sus roles. Si ella es la madre de mi familia y de la tuya, ¿por qué dudamos de acercarnos a ella? Deberíamos correr hacia ella con toda confianza.
Corran hacia ella, padres, y dejen que los tome en sus brazos. No tengan miedo de ser niños muy pequeños. Y cuanto más grandes sean sus responsabilidades, más pequeños deben hacerse. Es un don inestimable ser tan pequeño que puedes ser alzado por los brazos de esta Señora. Sí, nosotros, los grandes hombres capaces de matar osos, luchar con leones y completar nuestros formularios de impuestos, lo más audaz y valiente que podemos hacer es permitirnos convertirnos en niños en brazos de la Mujer que nuestro Padre del cielo nos ha dado. No debemos tener miedo de ser tan débiles, porque entonces somos verdaderamente fuertes, con la fuerza de Cristo, que una vez estuvo cobijado en esos mismos brazos.

© Michael O’Brien
Adaptación de una charla dada por Michael O’Brien en Vancouver, Columbia Británica, en noviembre de 1999, durante una convención nacional sobre la familia patrocinada por la arquidiócesis de Vancouver.
Traducido por Catholic Translator
http://catholictranslations.blogspot.com

No comments:

Post a Comment