Mother M. Angelica
El llamado
“La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos.” (Jn. 15,8)
La santidad de vida no es el privilegio de unos pocos elegidos, es la obligación, el llamado y la voluntad de Dios para todo cristiano.
No podemos utilizar hábiles excusas para escapar de la realidad de que "nuestra santificación es la Voluntad de Dios." (1 Tes. 4,3) Fuimos creados por Dios con el propósito expreso de irradiar a Su Hijo, Jesús, en nuestra manera única y particular. Lo glorificamos eligiendo libremente ser aquello que Su Sabiduría dispuso que fuéramos.
Un cristiano está llamado a ser “signo de contradicción” –una luz en la cima de la montaña–, una espina en el costado del mundo. Toda su vida es un reproche silencioso a los pecadores, un faro de esperanza para los oprimidos, un rayo de luz para los que están tristes, una fuente de aliento para los destituidos y un signo visible de la realidad invisible de la gracia.
Los santos son personas comunes, que aman a Jesús, que intentan ser como él, que son fieles a los deberes de su estado en la vida, que se sacrifican por su prójimo, y mantienen sus corazones y mentes libres de este mundo.
Viven en el mundo, pero se elevan sobre sus mediocres principios. Disfrutan de la vida porque la vida es desafío, no complacencia. Quizá no entiendan el motivo para la cruz, pero la fe les da esa capacidad especial de encontrar esperanza en ella. Comprenden que deben seguir los pasos de su Maestro, y que todo lo que les sucede es para su bien.
Los santos son personas ordinarias, que hacen lo que hacen por el amor de Jesús, dicen lo que deben decir sin miedo, aman a su prójimo aun cuando son maldecidos por él, y viven sin remordimiento por el ayer ni temor por el mañana.
Nadie está exento del llamado a la santidad. Hombres, mujeres y niños han subido por la escalera de la vida y han alcanzado altos grados de santidad. Esos cristianos santos han surgido de todos los estados y vocaciones posibles.
Está Tarsicio, de 9 años, que defendió la Eucaristía con su vida. María Goretti, de once, que defendió su virginidad mientras su asaltante la apuñalaba una y otra vez. Su santidad brilló enormemente cuando perdonó a su asesino y rezó por su conversión.
María de Egipto era prostituta a los dieciséis años. Se unió a un grupo de peregrinos a Tierra Santa con la intención de ejercer su profesión. Cuando llegó a la Iglesia, una fuerza invisible le impidió entrar. Atemorizada por la experiencia, contempló una estatua de María y comprendió la enormidad de sus pecados. Decidió cambiar de vida y nunca volver a ofender a Dios. Murió cuarenta años más tarde, como una mujer famosa por la santidad de su vida.
Matt Talbot fue un alcohólico incurable la mayor parte de su vida. El desdén de sus amigos mientras estaba de pie ante ellos, temblando por un trago, hizo que su alma comprendiera su desesperada situación. Cambió su vida y puso sus energías en ser como Jesús y buscar la vida eterna.
Los santos del pasado eran seres humanos con fragilidades humanas. San Jerónimo tenía un temperamento violento, y luchó contra esa debilidad toda su vida. Dimas fue un ladrón que terminó su vida con un acto de amor y arrepentimiento, y tuvo el privilegio de que el mismo Jesús le prometiera el Paraíso. Tanto Charles de Foucauld como Francisco de Asís eran jóvenes disolutos que finalmente se rindieron ante el llamado del Cielo.
Cada uno de los santos luchó contra sus debilidades toda su vida, y a medida que adquiría hábitos virtuosos, nunca perdía de vista las brasas agonizantes de sus debilidades. Sus conquistas se debieron a la vigilancia continua, siempre consciente de lo que era y de lo que podía llegar a ser. Ese desasosiego causado por su propia capacidad para el mal lo arrojaba en los brazos de Dios. Dependía de Él para todo y le daba a Él todo el crédito por hasta la más pequeña de las virtudes en su vida.
Los hombres no nacen santos, con dones y privilegios especiales. Luchan contra el mundo, contra la carne y el demonio, y a medida que van conquistando, el Espíritu de Jesús empieza a brillar en ellos con más claridad. A veces confundimos la misión particular de los santos con su santidad. Si una persona irradia compasión, puede recibir el don de la sanación para manifestar el poder de Dios. Pero el carisma no es parte de la santidad, es simplemente un complemento, un don para el servicio a los demás. Es el don de Dios al santo para el beneficio del pueblo de Dios. Es posible tener un carisma y no ser santo. Lo vemos claramente en la vida de Judas. Pasó tres años con Jesús y poseía el poder de sanar, predicar y liberar, pero él mismo no creció en santidad. Sus debilidades se agravaron por el poder que Jesús le dio, porque él lo veía como un don que le aportaba muy poco a él personalmente y a su bolsillo.
No podemos refugiarnos en la cómoda excusa de que no hemos sido elegidos, o que no poseemos cualidades especiales. Si somos cristianos, hemos sido elegidos. Si hemos sido elegidos, esas cualidades propias del grado de santidad al que Dios nos llama florecerán a medida que crezcamos.
Una pequeña bellota no se parece en nada al poderoso roble que será algún día, pero sin embargo, todo el material necesario para ese árbol gigante está comprimido en una pequeña semilla. El tiempo, la lluvia, la luz del sol, el frío y la tormenta, son todos necesarios para que aparezca su belleza oculta, su gran altura, su fuerte tronco, que darán sombra y deleite al corazón del hombre.
Jesús nos ha comparado a cada uno de nosotros con una semilla sembrada en la tierra de Su gracia. En forma de parábola describió cómo algunos de nosotros respondemos a los esfuerzos del sembrador para hacer que crezcamos. También describió qué obstáculos evitan que crezcamos.
Antes de ver cómo podemos llegar a ser santos, deberíamos ver cómo explica Jesús que no hayamos llegado a ese estado de santidad. Debemos dejar de lado nuestras viejas excusas y las objeciones hechas a nuestra medida.
¿Por qué no somos santos?
“Cuando alguien oye la Palabra del Reino y no la comprende, viene el maligno y arrebata lo que había sido sembrado en su corazón. Éste es el hombre que recibió la semilla al borde del camino.” (Mt. 13, 18-23) Hay muchas almas “al borde del camino”. Viven en el medio del ruido y el caos. Cuando una verdad comienza a hacerse evidente para ellos, simplemente aumentan el nivel de ruido en sus vidas y ahogan la Palabra. Realmente viven al borde del camino, de la escucha, pero no comprenden porque están colmados con las distracciones del mundo. Esta clase de persona descarta la idea de la santidad porque implica seguir el camino de Jesús. Está tan cómoda con su propio camino en el borde, que no concibe la posibilidad de un cambio. El viejo surco conocido es su hogar y su fuente de consuelo.
“El que la recibe en terreno pedregoso es el hombre que, al escuchar la Palabra, la acepta enseguida con alegría, pero no la deja echar raíces porque es inconstante: en cuanto sobreviene una tribulación o una persecución a causa de la Palabra, inmediatamente sucumbe.” Es el cristiano impetuoso. Recibe el cristianismo tan rápido como lo rechaza. Había una apariencia de fe en su mente, pero esa fe nunca lo condujo al amor. Cuando la emoción de haber “renacido” se desvanece, este hombre sucumbe fácilmente ante la prueba. Podrá leer las vidas de los santos e imaginarse a sí mismo en un estado de éxtasis o martirio, o realizando alguna otra obra heroica. En sus meditaciones, los grandes sacrificios llegan fácilmente, pero la vida no está constituida por tantos grandes eventos en los que él pueda probar su amor por Dios. Son las pequeñas dificultades de cada día las que ponen a prueba el amor y podan las almas. Cuando un hombre soporta ser ridiculizado por su vecino por sus principios cristianos, o la intimidación por su postura ortodoxa en fe y moral, ese hombre sufre persecución. Esas pruebas de todos los días demuestran si la Palabra ha echado "raíces" en su alma. La pregunta no es si esta clase de individuos está llamada a la santidad, la pregunta es qué hace con los sucesos de su vida concebidos para hacerlo santo. ¿Los soporta con fe y crece en el amor, o los rechaza, huye y se resiste?
“El que recibe la semilla entre espinas es el hombre que escucha la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas la ahogan, y no puede dar fruto.” Ésta es ciertamente una descripción gráfica del engaño que llena tantos corazones en la actualidad. ¿Cuáles son las preocupaciones de este mundo? Quizá Jesús estaba pensando en el hombre que se deja seducir por el esnobismo intelectual, las actitudes sofisticadas, la vanidad, y la gloria mundana. El que dedica su tiempo y energía persiguiendo vanamente las cosas que "la polilla y la herrumbre consumen." Cuando añadimos la “seducción de las riquezas” a esta letanía de ilusiones, podemos ver fácilmente por qué Jesús usó el verbo “ahogar”. Los deseos inalcanzados de este tipo expulsan de la mente y el corazón la Palabra de Dios. El llamado a ser humildes, pobres, castos, compasivos, inocentes, afectuosos y sacrificados es ahogado por el fuego consumidor de la autocomplacencia, el orgullo, el engaño, la lujuria y la codicia. Dios habló la Palabra para dar vida a aquel cuyos oídos estaban abiertos sólo al sonido de su propia voz.
“Y el que la recibe en tierra fértil es el hombre que escucha la Palabra y la comprende. Este produce fruto, ya sea cien, ya sesenta, ya treinta por uno.” Esta parte de la explicación de la parábola que nos dio Jesús es alentadora. Nos está diciendo que habrá momentos en los que cosecharemos mucho fruto en nuestras vidas, pero habrá otros momentos en los que no llegaremos a la medida, aunque todavía daremos fruto.
Nuestros motivos pueden no ser los mejores, nuestra paciencia se puede haber terminado, nuestra resistencia puede estar casi agotada, pero Jesús espera las señales de virtud y bondad para que Él pueda dar fruto en nosotros. Él toma cada migaja de virtud y la toca con su amor, y es convertida en una recompensa eterna. Su misericordia nos envuelve y se introduce en las profundidades de nuestras almas para renovar, cambiar, transformar y construir.
Él obtiene algo bueno de todo lo que nos sucede y su amor construye todas nuestras buenas acciones y modifica los efectos de nuestros fracasos. Su Espíritu siempre está trabajando por nuestro bien, nada se pierde, nada se descarta. Nosotros somos los que lo rechazamos a Él. Él nunca nos rechaza a nosotros. Nosotros sólo pensamos en la perfección, en la sensación de un trabajo bien hecho. Él busca una profunda humildad en nuestros corazones, autoconocimiento en nuestras mentes y esfuerzo en nuestra voluntad. Él hace que demos fruto a medida que crecemos en nuestros deseos y esfuerzos.
El día que comprendamos que no tenemos nada para darle que sea completamente nuestro excepto nuestros pecados y debilidades, ese día daremos fruto, el ciento por uno. Sólo entonces nos libraremos de nuestras ilusiones, seremos conscientes de nuestra dependencia de Él y comprenderemos la realidad de su acción en nuestras almas. Dejaremos de mirarnos a nosotros mismos y a nuestros logros, y mantendremos la mirada fija en Jesús. Nos aceptaremos como somos, esforzándonos por mejorar, por conformar nuestras vidas con la suya, y nuestra voluntad con su voluntad, nuestros corazones con su corazón.
Esos santos humanos
El concepto del santo perfecto, sin faltas, no es realista. Basta con leer los evangelios para ver lo imperfectos que eran los apóstoles y los primeros cristianos. Hubo un momento en sus vidas en que cambiaron. Llamamos a ese momento el momento de su "conversión", su encuentro con el Espíritu Santificante. Para los apóstoles fue Pentecostés, para Pablo fue la luz deslumbrante en el camino a Damasco, para Cornelio fue la mera presencia de Pedro. Sin embargo, la mayor parte de los santos no tuvieron experiencias dramáticas. Como ya lo vimos en la vida de Matt Talbot, fue el dolor, la desilusión y una sensación de vacío lo que lo impulsó a los brazos de Dios. Sin importar lo que hubiera sucedido, en cierto momento los santos decidieron seguir a Jesús. Un profundo vacío en sus almas empezó a llenarse, porque habían encontrado la perla de gran valor. Todos ellos cambiaron sus vidas, algunos su estado, pero no se deshicieron de sus debilidades. Lucharon con mayor ahínco, conquistaron sus pasiones con más frecuencia y crecieron, como Jesús, en gracia y sabiduría delante de Dios y de los hombres.”
En los Hechos de los Apóstoles vemos el espíritu vacilante de Pedro perjudicándolo a él y a todos los demás al tardar demasiado en decidir cuál sería el destino de los gentiles. El temperamento de Pablo estalla rápidamente cuando discute este tema en la reunión de los apóstoles. Juan, llamado por Jesús "el hijo del trueno", tenía poca paciencia con aquellos que no se decidían a seguir a Jesús.
En las vidas de todos los santos encontramos las siguientes similitudes: Amor por Dios y por el prójimo, la decisión de imitar a Jesús y levantarse de inmediato después de una caída, un alejamiento absoluto de todo pecado grave, crecimiento en la virtud y la oración, y el cumplimiento de la voluntad de Dios.
Esos factores están disponibles para todo ser humano, no excluyen imperfecciones y faltas. Debemos hacer una distinción entre faltas y pecados. Una persona santa cumple con los mandamientos. Sin embargo, puede poseer varias características humanas, predisposiciones que hacen que la imitación de Jesús sea un proceso santificante. Esas debilidades hacen que elija constantemente entre sí mismo y Dios. Es justamente despojándose de sí mismo y “revistiéndose de Jesús” que se hace santo.
La santidad es una “experiencia de crecimiento” y el crecimiento consiste en avanzar en el conocimiento, el amor, el autocontrol y todas esas otras virtudes imitables de Jesús. No debemos perder de vista la santidad mientras crecemos, porque la santidad sólo significa que Jesús es más para nosotros que nada ni nadie en todo el mundo. Pero este deseo de pertenecer enteramente a Dios no implica que no seamos bondadosos con nuestro prójimo, compasivos, afectuosos, pacientes y amables. Nuestro deseo de pertenecer a Dios realza todas esas virtudes en nuestras almas, aumenta nuestro amor por nuestro prójimo y nos hace más generosos.
Un ama de casa se hace santa siendo una esposa y madre cariñosa, llena de compasión por su familia porque está llena de la compasión de Jesús.
Un esposo y padre se hace santo siendo un buen proveedor, trabajador, honesto y comprensivo, porque su modelo es la providencia de Jesús.
Tanto el esposo como la esposa se santifican juntos a medida que su amor por Jesús crece. El amor hace que se vean a sí mismos y cambien esas fragilidades que no son como su modelo. Al hacer esto, la vida juntos es menos complicada y más cariñosa y comprensiva. Están unidos por el amor y la oración, por el esfuerzo conjunto y por el perdón.
Los niños se hacen santos siendo obedientes, considerados y cariñosos. Esas cualidades se mantienen con la gracia y la oración.
Ser fieles a los deberes de nuestro estado en la vida y fieles a la gracia del momento no es tan fácil como parece. Nuestro temperamento, debilidades, sociedad, trabajo, y hasta el clima, reclaman nuestra atención. Vivir una vida espiritual en un mundo que no es espiritual, manteniendo los principios de Jesús sobre los principios de este mundo, es difícil, pero está al alcance de todos. La paradoja es que si elegimos el mal en lugar del bien, ya el camino al infierno es un infierno, y eso es aun más difícil.
El cristianismo es una forma de vida, una forma de pensamiento, una forma de actuar que es contraria a la del mundo. Esto hace que el cristiano esté solo, y esa soledad lo desalienta en su esfuerzo por alcanzar la santidad. Sin embargo, es esta misma soledad la que lo hace destacarse en la multitud. Se convierte en un faro para aquellos que no disfrutan de la oscuridad, es una luz que ilumina las mentes de todos los que lo rodean, un fuego que calienta los corazones fríos.
Lucha como todos los hombres, trabaja, come, duerme, llora y ríe, pero el espíritu con el que cumple con las necesidades y exigencias humanas normales es lo que lo hace santo. No siempre toma las decisiones correctas, pero aprende de sus errores. No responde a todas las gracias recibidas, pero acepta sus fallas con humildad y se esfuerza aun más por ser como el Maestro. No excusa el pecado, y aunque está muy consciente de su propia condición de pecador, ama a su prójimo lo suficiente para corregirlo con amabilidad cuando su alma está en peligro.
Es libre para poseer o no poseer, porque su verdadero tesoro es Jesús y las realidades invisibles. Puede poseer con desprendimiento o no poseer sin resentimiento.
Conoce a su Padre lo suficiente para confiar su pasado a su misericordia. El Espíritu es un amigo que guía sus pasos y endereza los senderos torcidos que le falta recorrer. Su tiempo y talentos son dedicados a la imitación de Jesús en el presente.
El santo es la persona que ama a Jesús a un nivel personal, lo ama lo suficiente como para querer ser como Él cada día de su vida, lo ama lo suficiente como para tomar algunas de sus cualidades. Como Jesús, cumple cariñosamente la voluntad del Padre, sabiendo que todas las cosas son para bien, porque es amado personalmente por un Dios tan grande.
No nos confundamos por los talentos y misiones de otros santos. Seamos la clase de santos que fuimos creados para ser. No hay santos grandes o pequeños, sólo hombres y mujeres que lucharon y rezaron para ser como Jesús, haciendo la voluntad del Padre en cada momento, dondequiera que estuvieran, haciendo lo que estuvieran haciendo.
Los santos son personas comunes con la compasión del Padre en sus almas, la humildad de Jesús en sus mentes y el amor del Espíritu en sus corazones. Cuando esas hermosas cualidades crecen día a día en las situaciones cotidianas, nace la santidad.
El Padre entregó a su Hijo para que pudiéramos convertirnos en sus hijos y en herederos de su Reino. Jesús nació, vivió, murió y resucitó para mostrarnos el camino hacia el Padre. El Espíritu nos dio sus dones para que pudiéramos revestirnos con las joyas de la virtud, el oro del amor, las esmeraldas de la esperanza y el brillante diamante de la fe.
No nos contentemos con la cinta adhesiva y el papel de aluminio de este mundo.
¡Sean santos! ¡Dondequiera que estén!
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