El santo Hermano André
¿Quién es este hombre?
“Sólo soy un hombre como tú.”
Se llamaba Alfred Bessette. Nació el 9 de agosto de 1845 y fue bautizado preventivamente al día siguiente, porque nació tan débil que sus padres temían que muriera.
En 1849, la falta de empleos y la pobreza en que vivía su familia decidieron al padre de Alfred a mudarse a Farnham (Quebec) donde esperaba ganarse la vida como leñador. Desafortunadamente, perdió la vida en un accidente, aplastado por un árbol, cuando Alfred tenía sólo nueve años.
Su madre se encontró viuda a los 40 años con diez niños a su cargo. Murió de tuberculosis tres años después. Años más tarde, el Hermano André diría de ella: “Yo muy pocas veces rezaba por mi madre, pero a menudo le rezaba a ella.”
La familia se dispersó y, a los doce años, Alfred se vio obligado a enfrentar las dificultades de la vida, se vio forzado a encontrar trabajo. De ese modo se embarcó en un recorrido que duró trece años, de empleo en empleo, sin mucho equipaje y con muy poca educación, porque a duras penas podía escribir su nombre y leer su libro de oraciones.
El trabajador
A pesar de su debilidad física, Alfred intentó ganarse la vida. Iba de trabajo en trabajo como aprendiz, y era explotado fácilmente por aquellos que eran más fuertes que él. Por un tiempo trabajó en construcciones, luego como granjero, hojalatero, herrero, panadero, zapatero y cochero.
Acompañando el flujo de emigrantes francocanadienses, viajó a los Estados Unidos y trabajó cuatro años en fábricas textiles. Aunque tenía mala salud, ponía todo el corazón en su trabajo: “A pesar de mi debilidad”, solía decir, “no dejaba que nadie me dejara atrás en el trabajo.” En 1867 regresó a Canadá.
En 1870 Alfred se presentó como candidato para el noviciado en la Congregación de la Santa Cruz en Montreal. Por su mala salud, sus superiores tenían dudas acerca de su vocación religiosa. Sin embargo, esas reservas fueron dejadas de lado y Alfred fue aceptado y recibió el nombre de Hermano André, con la responsabilidad de ser el portero del Colegio Notre-Dame. Hablando de sus primeros deberes en el colegio, el hermano André decía: “Cuando entré en la comunidad, mis superiores me mostraron la puerta, y permanecí allí 40 años.” Además de sus deberes como portero, sus tareas diarias incluían lavar los pisos y las ventanas, limpiar las lámparas, cargar leña y trabajar como mensajero.
El hermano amigable
Pronto, el hermano André empezó a recibir a enfermos y angustiados. Los invitaba a rezarle a San José para obtener gracias. No pasó mucho tiempo antes de que la gente comenzara a informar que sus oraciones estaban siendo escuchadas. Durante 25 años, dedicó de seis a ocho horas diarias a recibir a aquellos que venían a verlo, al principio en su pequeña oficina, luego en la estación del tranvía que quedaba frente al colegio. Construyó la primera capilla con la ayuda de algunos amigos y con el dinero que había ganado cortándoles el cabello a los alumnos del colegio, tenía la certeza de que San José quería tener un lugar en la montaña. Por eso dedicó toda su vida a preparar un hermoso santuario que fuera digno de su amigo.
El hermano André empezó a visitar a los enfermos del área y viajaba a Estados Unidos, donde había hecho amigos. Se ganó la reputación de hacedor de milagros, pero él rechazaba vehementemente ese título: “Yo no soy nada… sólo una herramienta en las manos de la Providencia, un simple instrumento al servicio de San José.” Iba incluso más lejos al afirmar: “¡Es una tontería que la gente crea que yo puedo hacer milagros! Son Dios y San José quienes pueden sanarlos, no yo. Le rezaré a San José por usted.”
Su retraimiento en presencia de extraños contrastaba notablemente con la actitud despreocupada y divertida que adoptaba cuando estaba entre amigos. Le gustaba mucho bromear y a menudo decía: “No debes estar triste: es bueno reír un poco.” Hacía buen uso de su humor para compartir su alegría e introducir sutilmente algún buen consejo en una conversación, o para cambiar de tema cuando lo que estaban diciendo empezaba a convertirse en un chisme malintencionado acerca de alguien.
Era un hombre de determinación y principios inconmovibles. Su bondad y su sabiduría ligeramente traviesa se reflejaban en sus ojos. Su gran respeto por los demás era en gran medida responsable por el respeto que los demás tenían por él. Era un hombre muy sensible. En ocasiones, se lo veía llorando junto con los enfermos, o conmovido hasta las lágrimas tras oír una experiencia particularmente triste de uno de sus visitantes.
Un hombre de grandes cometidos
Durante todos esos años, un inmenso proyecto se iba gestando, y cada vez eran mayores las multitudes que acudían al Oratorio. La primera capillita fue construida en 1904, pero pronto resultó demasiado pequeña para recibir a todas las personas que venían a la montaña. Como resultado de ello, la capilla fue agrandada en 1908, y una vez más en 1910. Aun así no era suficiente: hacía falta una iglesia más grande para honrar a San José.
En 1917, se inauguró una nueva cripta-iglesia. La cripta tenía capacidad para al menos mil personas, pero esto era sólo el punto de partida para una empresa aún mayor. El hermano André dedicaba sus esfuerzos a la construcción del Oratorio, que llegaría a convertirse en el santuario más grande del mundo dedicado a San José.
La crisis económica de 1929 obligó a detener la construcción de la basílica. En 1936, las autoridades de la Congregación de la Santa Cruz se reunieron para decidir si el proyecto debía continuar o no. El Provincial convocó al hermano André para pedirle su opinión al respecto. Un avejentado hermano André dijo sólo unas palabras a la asamblea: “Esto no es obra mía, es obra de San José. Pongan una de sus estatuas en el medio del edificio. Si quiere tener un techo sobre su cabeza, él se ocupará.” Dos meses más tarde, la Congregación había reunido los fondos necesarios para seguir trabajando en la construcción.
Un hombre devoto y de buen corazón
El hermano André daba mucha importancia a recibir a la gente y darle la bienvenida. Pasaba largas horas en su oficina, adonde acudían miles de personas para verlo, y al atardecer visitaba hogares y hospitales acompañado por uno de sus amigos.
Su bondad y compasión iban acompañados por una extraordinaria claridad mental. A veces, considerando los numerosos pedidos de sanación que recibía, hacía el siguiente comentario: “Es sorprendente que con frecuencia me piden sanaciones, pero raramente me piden humildad y un espíritu de fe. Y sin embargo son tan importantes…”. “Si el alma está enferma, uno debe empezar por sanar el alma.” Consecuentemente, a menudo preguntaba a la gente que recurría a él: “¿Tienes fe?” “¿Crees que Dios puede hacer algo por ti?” Entonces, antes de hacer ninguna otra cosa, les decía: “Ve a confesarte con el sacerdote, toma la Santa Comunión y después regresa a verme.” De hecho, el hermano André tenía una verdadera comprensión del sentido y el valor del sufrimiento, y hablaba con sabiduría cuando se refería al tema: “La gente que sufre tiene algo para ofrecer a Dios. Cuando logran soportar sus sufrimientos cotidianos es un milagro diario.”
Un hombre de Dios
El hermano André siempre negaba que tuviera el don de la sanación diciendo: “No tengo ningún don y tampoco puedo dar nada.” Sus exhortaciones siempre eran las mismas: que hicieran una novena a San José o se frotaban con el aceite de una lámpara o una medalla del santo. Para él, esos eran verdaderos “actos de amor, de fe, de confianza y humildad.”
Alentaba a la gente a que fuera a ver un a un médico para recibir tratamiento. A los mismos médicos les decía: “El trabajo de ustedes es muy importante. Su ciencia la han recibido de Dios, por lo tanto tienen que agradecerle y rezarle.” El hermano André tenía una forma tan especial de hablar de Dios que lograba sembrar semillas de esperanza en las personas con las que se encontraba. Uno de sus amigos relataba esto: “Nunca le llevé una persona enferma al hermano André sin que esa persona regresara a casa enriquecida. Algunos se curaban, algunos morían poco después, pero el hermano André les había dado paz espiritual.”
El camino al cielo
Para el hermano André, el cielo es vivir en la casa de Dios. Solía expresar su visión de la muerte como la gran culminación de la vida de esta manera: “Tenemos permitido desear la muerte si nuestro único objetivo es ir hacia Dios… Cuando yo me muera, me iré al cielo, estaré mucho más cerca de Dios que ahora, tendré más poder para ayudarlos.”
Unos instantes antes de su muerte, los que lo rodeaban lo oyeron exclamar: “¡Estoy sufriendo mucho, Dios mío! Dios Mío.” Y luego, con una voz muy débil dijo: “Aquí está el grano”, refiriéndose al Evangelio de Juan 12,24, “Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto.”
“Pasó toda su vida hablando de otros a Dios, y a Dios de los otros.” Al dar este testimonio, su amigo resumió en pocas palabras cómo la vida del hermano André había estado empapada de fe y amor. De hecho, es difícil afirmar en qué momento de su vida terminaba el trabajo y empezaba la oración, pues ambas cosas parecían fluir naturalmente la una dentro de la otra.
El 6 de enero de 1937, a los 91 años, el hermano André murió en el Hospital Notre-Dame de l'Espérance, en Saint-Laurent, un suburbio de Montreal. Los periódicos informaron que más de un millón de personas asistieron a su velatorio y entierro. En la actualidad sus restos yacen en una tumba simple en el hermoso oratorio que se erige sobre el Mont-Royal. Hasta el día de hoy, miles de visitantes acuden al Oratorio de San José a recibir sanaciones físicas y espirituales.
Aún hoy, el hermano André sigue siendo para nosotros un símbolo de la renovación cristiana a la que todos estamos invitados. Todo lo que el hermano André podía hacer por medio de la gracia de Dios, nosotros también podemos hacerlo, por medio de esa misma gracia, que se nos ofrece en forma tan generosa y consistente.
© Saint Joseph’s Oratory of Mount Royal
Translated by Catholic Translator
http://catholictranslations.blogspot.com
Originally published in Saint Joseph’s Oratory
Me alegra conocer un santo como San Andre. Nunca había oido sobre él.
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