Publicado por Fr. Robert Barron
26 de julio de 2011
26 de julio de 2011
Sobre la presencia real de Cristo en la Eucaristía
El mes pasado (24 y 25 de junio de 2011), di una charla en el Congreso Eucarístico anual de Atlanta, que es una de las reuniones más impresionantes de la Iglesia Católica de Estados Unidos. Se reunieron aproximadamente 30.000 personas en la víspera de la fiesta de Corpus Christi, para celebrar la presencia real de Cristo en la Eucaristía. El Congreso comenzó con una espectacular procesión de miles de católicos, que representaban prácticamente a todas las parroquias y organizaciones de la arquidiócesis de Atlanta. Mientras la multitud avanzaba, un coro, acompañado por una enérgica banda, cantaba animadas canciones religiosas. Tras una hora de cantos y caminata, apareció el Arzobispo Wilton Gregory, al final de la procesión, llevando una gran hostia consagrada en una custodia de oro. Mientras el Arzobispo se acercaba al altar elevado, un grupo de mexicanos vestidos con trajes de gala aztecas tocaban un insistente ritmo en sus tambores. Luego, cuando la custodia fue ubicada sobre el altar, todo el lugar guardó silencio por dos minutos y finalmente se cantó uno de los himnos eucarísticos clásicos de la Iglesia. Fue una de las expresiones más impresionantes que he visto de la creencia de la Iglesia en la presencia real.
¿Cuál es el origen de esta convicción tan particularmente católica de que Jesús está "realmente, verdaderamente y sustancialmente presente" en los signos eucarísticos del pan y el vino? Yo sugeriría que comencemos con el sobrecogedor discurso del Señor que encontramos en el capítulo sexto del Evangelio de Juan. Asombrada por la milagrosa multiplicación de los panes y los peces, la multitud va a Jesús y él les dice que no busquen el pan perecedero, sino el pan que “permanece hasta la vida eterna”. Luego afirma: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo…el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.” Sería difícil imaginar una afirmación más problemática teológicamente y más repulsiva para un judío del siglo primero. A lo largo del Antiguo Testamento hay numerosas prohibiciones de comer la carne de un animal con su sangre, porque la sangre era considerada la vida, y por lo tanto era una prerrogativa propia de Dios. Pero Jesús está proponiendo no sólo comer la carne de un animal con su sangre, sino su propia carne humana con su sangre. Cuando rechazan esto ("Los judíos discutían entre sí, diciendo: '¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?'"), Jesús no modera su retórica, la intensifica: “En verdad les digo que si no comen la carne del Hijo del Hombre y beben su sangre, no tendrán vida en ustedes.” Es fascinante notar que el verbo griego que aquí se traduce como “comer” no es el verbo phagein (que normalmente se usa para hacer referencia a la forma en que comen los seres humanos) sino el verbo trogein (un verbo que se refiere a la manera en que comen los animales, relacionado con el acto de “morder” o “masticar”). Y por si alguien no lo ha comprendido, Jesús agrega: “Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida.” ¿Nos sorprende acaso que la mayor parte de la multitud, al oír esta enseñanza, haya decidido abandonar a Jesús? “Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: “¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?” Ciertamente, esta enseñanza ha sido causa de división en la historia de la Iglesia.
¿Cómo podemos empezar a entenderla? Consideremos el poder de las palabras. Sin duda, las palabras pueden describir la realidad, tomando, por decirlo así, una relación pasiva con lo que es. Pero también pueden tener un rol mucho más activo, no sólo describiendo la realidad, sino afectándola, cambiándola. Pensemos en la manera en que un elogio, en boca de una figura con autoridad, puede cambiar la dirección de la vida de una persona joven. O consideremos la afirmación “está usted arrestado” dicha por un oficial de la ley con la autoridad correspondiente. Sin importar si al destinatario le gustan esas palabras o no, realmente está bajo arresto, las palabras han cambiado activamente su situación. Ahora bien, si nuestras insignificantes palabras humanas pueden cambiar la realidad, cuánto más puede la palabra divina llevar a cabo una transformación ontológica completa y radical. En el relato bíblico, la palabra de Dios de hecho constituye la realidad en su nivel más profundo: “Dios dijo: 'Qué exista la luz' y la luz existió.” El profeta Isaías, comunicando las palabras del Señor, dice: “Así sucede con la palabra que sale de mi boca: ella no vuelve a mí estéril, sino que realiza todo lo que yo quiero…”
La afirmación central del Nuevo Testamento es que Jesús no es simplemente un maestro más, el siguiente en una larga línea de profetas, sino más bien “la palabra hecha carne”, la encarnación de la palabra divina que creó y sostiene al mundo. Por lo tanto, lo que Jesús dice, es. A la hija muerta de Jairo, Jesús le dijo: “Pequeña, levántate”, y la niña muerta se levantó. Ante la tumba de Lázaro, Jesús exclamó: “¡Lázaro! ¡Ven afuera!” y el muerto salió. La noche antes de morir, Jesús se sentó con sus discípulos a compartir la cena pascual. Tomó el simple pan sin levadura, lo partió y se lo dio a sus discípulos diciendo: “Tomen y coman todos de él, éste es mi cuerpo.” Acabada la cena tomó el cáliz y se lo pasó a sus discípulos diciendo: “Tomen y beban todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre.” ¿Estaba hablando en forma simbólica y metafórica? Sí él hubiera sido sólo un simple ser humano, un profeta más o un poeta religioso, sólo podría haber hecho eso. Pero él era, de hecho, la Palabra de Dios, y por lo tanto, sus palabras tenían el poder de transformar la realidad en su nivel más fundamental. Ésa es la razón por la que ese pan y ese vino se convirtieron en el cuerpo y la sangre de Cristo.
En cada misa, durante la consagración, el sacerdote toma pan y vino y pronuncia sobre ellos no sus propias palabras, sino las de Cristo. Actúa no por sí mismo, sino in persona Christi, y por lo tanto realiza la transformación que los católicos llamamos “transustanciación”, la conversión del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Es por ello que, en presencia de esos elementos transformados, la única acción adecuada es arrodillarse en adoración.
© Robert Barron
Translated by Catholic Translator
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Originally published in Word on Fire
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